¿Quiénes vivieron en Jerusalén antes de los israelitas?

Desde hace un poco más de 3 mil años, de acuerdo con la tradición judía, Jerusalén ha sido la capital del pueblo de Israel. Según el relato bíblico, inmediatamente antes de eso fue una fortaleza cananea conocida como Jebús, y habitada por los jebuseos (jebusim). ¿Qué sabemos de esta etapa en la historia de la ciudad, o de antes?

Decir que la capital de Israel antes de ser Jerusalén fue la fortaleza cananea de Jebús no es un gran dato, debido a que Canaán no era un territorio unificado, y los “cananeos” no eran un solo grupo con un solo origen o una sola cultura. A lo largo de la historia, eso a lo que llamamos Canaán —y que abarca el territorio actual de Israel, Líbano y la costa de Siria— fue una zona en la que se establecieron semitas provenientes de Mesopotamia, amorreos (también provenientes de Mesopotamia), hurritas (mitanios), hititas, hicsos, egipcios y Pueblos del Mar (de origen griego).

Hasta bien entrado el II Milenio AEC, no hubo ningún tipo de unidad política. Apenas hacia el siglo XVIII AEC comenzó el auge de Ugarit (actual Siria), pero esta nunca fue la capital de un reino, sino apenas una ciudad-estado. Luego vino el turno de Biblos hacia el año 1200 AEC, pero esa era la época en la que apenas empezaba a consolidarse lo que más adelante sería el reino fenicio. Y ya para el año 900 AEC, comenzaron a destacar en la zona más al sur las ciudades de Samaria y Jerusalén. Para esta época, ya se habían consolidado las monarquías fenicia e israelita.

De cualquier modo, el texto bíblico preserva la memoria de que ya desde estas épocas antiguas esta ciudad que hoy se llama Jerusalén se había consolidado como un centro religioso de relevancia. Así se desprende del relato de Génesis 14, en el que Abram el Hebreo, en compañía de sus cómplices amorreos Aner, Eshkol y Mamre, atacaron a las tropas de los reyes Amrafel, Arioc, Kedorlaomer y Tidal. Tras derrotarlos, liberar a los prisioneros (entre los cuales se encontraba Lot, el sobrino de Abram) y tomar un cuantioso botín, Abram se presenta en la ciudad de Salem —gobernada por el rey y sacerdote Malkitzédek— para ofrecer sacrificios y un diezmo.

Este relato nos remite a una época que podría ubicarse hacia el siglo XVIII AEC, justo cuando Ugarit entraba en su momento de auge. En ese tiempo, todo Canaán era un mosaico de ciudades-estado autónomas unas de otras, y que sólo llegaron a una situación de unificación política de manera forzada cuando, hacia mediados del siglo XV AEC, el faraón Tutmosis III conquistó toda la región y la convirtió en parte del Imperio Egipcio.

¿Por qué esta ciudad, identificada como Shalem en Génesis 14, se volvió tan significativa, religiosamente hablando? Lo más lógico es suponer que esto se debe a una enorme roca caliza que sobresale del suelo, y que es una formación cuya antigüedad ha sido calculada por los geólogos en 90 millones de años de antigüedad. Esta es la famosa roca de la actual Cúpula de la Roca, santuario musulmán construido a su alrededor. Sin embargo, la importancia simbólica de esta roca se remonta a mucho antes del Islam.

Las fuentes judías talmúdicas la mencionan varias veces, e incluso la refieren como la “piedra angular” desde la cual se creó el mundo. Por supuesto, se identifica también como la roca en la que Abraham estuvo a punto de sacrificar a Isaac. El Corán no la menciona directamente, pero los comentaristas clásicos del Islam identifican esta roca como el lugar desde donde el profeta Mohamed comenzó su célebre Viaje Nocturno. De una u otra forma, la idea más clara es que la figura imponente que esta roca tuvo en la antigüedad marcó la imaginación de todos los que la conocieron, y por ello la ciudad que se levantó a su alrededor vino a ser un sitio de gran importancia religiosa.

Otro factor relevante en las sociedades cananeas fueron los llamados Habiru, que no son otros sino los Hebreos. Cuando nos referimos a este grupo no hablamos de una etnia o una cultura en particular, sino de un grupo de orígenes múltiples cuya característica en común era el estilo de vida nómada o semi-nómada, y que protagonizaron múltiples procesos migratorios hacia Canaán durante alrededor de mil años.

Podría decirse que la normalidad cananea fue este constante ir y venir de egipcios, hititas, hebreos, semitas, amorreos y hurritas.

El acontecimiento crítico lo trajeron los llamados Pueblos del Mar, un conglomerado de tribus de origen egeo (griego) que, entre los siglos XIII y XII AEC, invadieron y se asentaron en toda la costa oriental del Mediterráneo. En algunos lugares, sus incursiones tuvieron éxito y provocaron estragos verdaderamente catastróficos (por ejemplo, causaron el colapso del Imperio Hitita en la actual Turquía); en otros, fracasaron en sus intentos por ocupar ciertos territorios (por ejemplo, Egipto logró rechazarlos exitosamente, aunque desde tiempos del faraón Merneptah se perdió el control de Canaán).

Un conglomerado de Pueblos del Mar identificado por los egipcios como “pelesed” y por los israelitas como “pilistim” (filisteos) logró establecerse en lo que actualmente es Gaza y sus alrededores, y desde entonces este grupo de invasores griegos pasaron a ser parte del mosaico de las sociedades cananeas.

El riesgo que representaron los filisteos empujó al resto de los cananeos a evolucionar hacia un sistema monárquico tradicional, y de allí surgió el antiguo Reino de Israel. El relato bíblico es muy claro en eso. En el capítulo 8 de I Samuel se nos cuenta cómo los israelitas pidieron un rey, pero esto viene después de cuatro capítulos (4-7) en los que el tema central son los conflictos con los filisteos. Así que podemos intuir que la urgencia de conformar una monarquía fue el resultado lógica de la necesidad de ponerle un alto a los invasores. Las ciudades-estado cananeas, fuesen amorreas, israelitas, hurritas o neohititas, no iban a poder enfrentalos exitosamente si se mantenían separadas.

¿Por que la monarquía pasó a llamarse Israel? Evidentemente, porque el componente israelita (semítico) debió ser el mayoritario, además del más fuerte. El texto bíblico nos cuenta que los cananeos se mantuvieron presentes durante toda esta primera etapa monárquica (que se extiende hasta la invasión babilónica a inicios del siglo VI AEC), y es apenas después del siglo V AEC que los cananeos quedan reducidos a prácticamente nada, y terminan por desaparecer el entorno israelita. Después de la era de las expansiones asiria y babilónica, los únicos cananeos que sobrevivieron fueron los fenicios.

¿Qué sucedió con todo ese mosaico de grupos que, todavía en tiempos de la primera monarquía israelita, poblaban lo que antes había sido Canaán y ahora era Israel? Lo más lógico es suponer que se asimilaron. Es lo que suele pasar con este tipo de minorías. Pero ¿se asimilaron a quién? Pues a Israel, el reino dominante de esa zona.

La existencia de israelitas de origen cananeo e hitita, por lo menos, está atestiguada en la reprensión que el profeta Ezequiel, ya en tiempos babilónicos, hizo contra Jerusalén: “Así ha dicho el Señor sobre Jerusalén: tu origen, tu nacimiento es de la tierra de Canaán; tu padre fue un amorreo y tu madre una hitita” (Ezequiel 16:3). ¿Por qué podemos asumir que esta referencia a amorreos e hititas implica la existencia de un contingente israelita con esos orígenes? Porque, en términos prácticas, para tiempos de Ezequiel los amorreos estaban reducidos a casi nada, y los hititas ya no existían. De hecho, de los hititas ya nadie —salvo los israelitas— se acordaban.

Eso lo sabemos porque el propio texto bíblico habla de hititas en la corte del rey David. En II Samuel 23:8-39 y en I Crónicas 11:10-47 se ennumera a “los valientes de David”, y en ambas listas aparece Urías el Hitita (el desafortunado esposo de Betsabé).

Es decir: todavía en tiempos babilónicos (segunda mitad del siglo VI AEC) ciertos israelitas eran claramente identificados como de origen hitita, pese a que el Imperio Hitita había colapsado durante la primera mitad del siglo XII AEC, y los reinos neo-hititas habían desaparecido desde el siglo VIII AEC ante el embate de los asirios.

A manera de resumen, se trata de esto: desde la más remota antigüedad cananea, los grupos humanos —independientemente de su origen— identificaron una ciudad a la que le dieron un valor religioso destacado. Según la Biblia, su nombre más antiguo fue Shalem; luego, Jebús; finalmente, Jerusalén.

Todos estos grupos, después de muchas peripecias históricas, se reorganizaron alrededor del que eventualmente se convirtió en el más importante de todos: el israelita. Así, las minorías integradas por sobrevivientes de amorreos, hurritas, hititas, griegos, y probablemente egipcios, se asimilaron y pasaron a ser parte del antiguo Israel.

Tras el período de exilio en Babilonia, los israelitas restauraron su hogar ancestral, aunque esta vez bajo el nombre de Reino de Judea, y así se mantuvo desde la era persa hasta la era romana. Por ello, sus habitantes comenzaron a ser llamados yehudim, es decir, judíos.

El pueblo judío, hasta la fecha, es la descendencia directa de los israelitas, pero por nuestra sangre corre lo poco que sobrevivió de estos grupos cananeos que, siglos antes del rey David, ya habían identificado a Shalem como una ciudad con un significado especial.

Por eso y sin temor a equivocarnos, es que afirmamos que Jerusalén es la capital eterna, única e indivisible del pueblo judío.

Desde los tiempos de Abram, Malkitzédek y los antiguos hebreos, hasta nuestros días, somos los herederos directos de todos aquellos que hicieron de esta ciudad la mayor joya de sus vidas.

Jerusalén, la corona del mundo.

Jerusalén, la luz más grande de todas.

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